Por encima de todo, Delfín quiere participar en las pruebas de acceso de una orquesta infantil que se está formando en una ciudad vecina.
La vida de Delfín no es sencilla. Vive con su padre que trabaja en la construcción, gana algún dinero extra como empleado de una panadería, y habita una casita muy humilde en un pueblito cercano a Junín. Hasta allí quiere viajar el pequeño protagonista, para probarse como músico en una orquesta juvenil que se está formando. No tiene dinero para el viaje, ni el instrumento (un corno francés) con el que practica en la escuela y que se niegan a prestárselo.
El director Scheuer, que se ha desempeñado también como sonidista y está aquí a la altura de su tercer largo como director luego de El desierto negro y Samurai, observa con sensibilidad las relaciones de afecto entre padre e hijo, y las solidaridades que podrán encontrar ambos por separado. Su cine es austero pero no frío ni distante. Contempla a sus personajes con cariño y entereza, y logra que surjan, complejos y humanos, ante el espectador. Su formación técnica asoma en el esmero con que trabaja la banda sonora, pero ese no es el único mérito de la película. La elaboración de la imagen y el manejo de los actores (el niño Valentino Catania, Cristian Salguero como su padre) son también elementos a destacar en esta película al mismo tiempo entretenida y conmovedora.